La entrega de un ser humano a una pasión es siempre emocionante. Es particularmente conmovedor observar el sacrificio de algunos, que un día vieron la misión aparecer frente a sus ojos y decidieron cumplirla. No siempre es fácil. Los obstáculos no son pocos y el camino es por lo general sinuoso y agreste, pero eso sólo detiene a los cobardes.
Si Mario Vargas Llosa hubiese ganado el premio Nobel de Literatura en el año 1980, nadie hubiera tenido por qué sorprenderse. Luego de cinco obras maestras de la literatura mundial como La Ciudad y los Perros, La Casa Verde, Conversación en la catedral, Pantaleón y las Visitadoras y La Tía Julia y el Escribidor, no hubiese sido raro que le entregaran el premio. Hoy, luego de una espera de nada menos que 30 años, en los que produjo cosas tan encumbradas como Historia de Mayta, La Guerra del Fin del Mundo, La Fiesta del Chivo o El Hablador, nuestro gran narrador acude a Suecia para hacerse del esquivo galardón, cada año más merecido.
Desde aquí (digan lo que digan) su patria, le agradecemos por su perseverancia y su letra. Por su sacrificio, su consecuencia y su pasión.
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